“En
ti esperaron nuestro padres; esperaron, y Tú los libraste” (Salmo 22:4)
Estoy
convencida que usted y yo hemos visto repetidas veces, una y otra vez, personas
valerosas que en medio de las más grandes tragedias sacan fuerzas para
mantenerse en pie y seguir luchando, mostrando un talante que ellas mismas
desconocían. Como también conocemos gente que se rinde antes de haber comenzado
la batalla, o aquellas personas, con grandes metas y objetivos, luchadores que
trabajan duro, se esfuerzan, dan lo mejor de sí, pero sólo por un tiempo y
luego desfallecen y se cansan. Son de los que después de grandes sacrificios
y
duras luchas, se les acaba el entusiasmo y lo abandonan todo, desisten y se
resignan a su “suerte”, sólo para tener que reconocer más adelante, que si
hubieran perseverado un poco más, si hubieran resistido, si hubieran caminado
unos pasos más adelante, habrían tenido éxito y estarían saboreando las mieles
de la victoria.
Las
oportunidades de alcanzar lo que anhelamos las tenemos siempre, sin embargo, en
ocasiones no sabemos esperar como es debido. Siempre queremos que las cosas
sucedan “ahora mismo” y esto hace que emprendamos muchos caminos equivocados.
La voluntad de Dios es darnos lo mejor y lo que nos conviene. El problema es
que no sabemos esperar, y ésta es la razón por la cual no vemos la mano de Dios
actuando como anhelamos.
Sólo
aquellos que esperan confiados en la ayuda de Dios, alcanzan sus promesas y
pueden decir entonces como el rey David: “Ciertamente ninguno de cuantos
esperan en ti será confundido; serán avergonzados los que se rebelan sin causa”
(Salmo 25:3)
No
hay razón para desmayar y menos para dejarse derrotar si contamos con el poder
supremo de Dios. Pídale su ayuda, cuéntele las tristezas que guarda en su
corazón y después, escuche lo que Él tiene que decirle. Entonces, usted verá
como Él viene en su ayuda, le salvará con su brazo fuerte y le dará las fuerzas
necesarias para resistir y salir victorioso de toda circunstancia.
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