“No
os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Juan 14:18)
¡Qué
maravillosa declaración que nos llena de esperanza! Qué palabras tan propicias
justamente en una época donde caminan más seres humanos sobre el planeta que en
cualquier otra época, y en la que paradójicamente la gran mayoría de las
personas se sienten solas. Con razón los psiquiatras y psicólogos de finales de
siglo pasado, se anticiparon a lo que se veía venir, describiendo este siglo,
como el siglo de la soledad. Podemos estar rodeados de muchas personas que nos
quieren y se preocupan por nosotros, pero muchas veces nos sentimos
abandonados, como huérfanos.
Así
experimentaron los discípulos de Jesús, tras el anuncio de su inminente
partida. Fue imposible no entristecerse al saber que ya no verían más a su
Maestro. ¡Cuánta seguridad les proporcionaba su presencia! ¿Cuántas veces los
había salvado de peligros, consolado en las derrotas, provisto en la necesidad?
¿Qué sería de ellos ahora? ¿Quién reprendería al viento y al mar para que se
aplacase la tormenta y pudieran llegar sanos y salvos a su destino? ¿Quién los
sanaría cuando alguno enfermara gravemente? ¿Quién les enseñaría hermosas
verdades que alentaban sus corazones y los llenaban de esperanza?
Pero,
conociendo el Señor sus inquietudes y temores, les hace este extraordinario
anuncio: “Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os
dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre”. Pues bien, se
trataba del Espíritu Santo, ese regalo especial, esa tierna compañía que nos
trae consuelo y abrigo, esa maravillosa persona que nos motiva, limpia, dirige
y doblega nuestro ser interior ante Él. Usted puede abrir hoy su mente y
corazón para recibir esta maravillosa verdad. Jesucristo es nuestro Salvador y
su Espíritu Santo ha sido enviado como el Consolador por excelencia, a llenar
todo vacío, a suplir toda necesidad, a sanar toda herida.
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