“Antes, en todas estas cosas somos
más que vencedores por medio de aquel que nos amó”. (Romanos 8:37)
¡Qué privilegio tan especial tienen
los hombres que depositan su vida en las manos de Dios y se aseguran de ser
guiados por Él. Cuando viene la adversidad, llega la prueba, y las
circunstancias se tornan difíciles, entonces tienen la libertad para gritar
victoriosos: «en todas estas cosas, somos más que vencedores».
Es la herencia, el legado de aquél
que ha aceptado a Jesucristo como su Señor y Salvador personal. Comienza a
pertenecer a partir de ese momento a la familia real, se convierte en hijo de
Dios, y por lo tanto, en «la niña de sus ojos». Ser hijo de Dios es ser
heredero de toda bendición espiritual en los lugares celestiales; objeto del
entrañable amor y tierno cuidado de Papá Dios.
Para nosotros, sus hijos, la adversidad
se convierte entonces en la más grande oportunidad para ver su gloria, y su
poder manifestándose a nuestro favor, su fortaleza supliendo nuestra necesidad,
y habilitándonos para que lo imposible se vuelva realidad.
Uno de los aspectos más conmovedores
de nuestro amado Dios, es el cariño especial que tiene por el débil, el
necesitado, el que está solo, y el que se encuentra en alguna desventaja; su
cuidado se manifiesta, supliendo cualquier necesidad, y convirtiéndola en
fortaleza y bendición.
Todo esto es posible para Aquél que
nos amó hasta la muerte, tanto como para llevar en su propio cuerpo nuestro
dolor, nuestra enfermedad, para que, de tal manera disfrutemos de toda
libertad, salud total y victoria frente a las adversidades.
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